Por Juan Francisco Baroffio
Edición aniversario - Especial Jorge Luis Borges
Muchas veces nos han dicho que leer a Borges es difícil. Que es aburrido. Hay algunos lectores, un poco vanidosos, que les gusta exagerar la dificultad borgesiana para encerrarlo en un nicho árido de referencias eruditas y poco amigables. Hay a quienes les gusta pensar la obra de Borges como una selecta logia para iniciados. Esos, junto con los que despotrican contra el autor por motivos ideológicos pedestres, son los que crean los prejuicios contra él.
Borges fue un autor que primero se pensó como lector. Nos ahorramos transcribir su famosa frase sobre el tema. Toda su producción tiene como fin ser amigable para el lector. Publica en las revistas literarias más secretas y en las más populares para el cuidado del hogar. Borges es generoso.
Los textos de su producción son de sencilla lectura. Pero a la manera de ciertos autores ingleses que tanto le gustaban. Formas naturales, sin rebusques ni oscuridades. Pero como no deja de ser un verdadero y apasionado intelectual, su obra esconde secretos pasadizos para el lector atento y curioso. A estos otros les da la posibilidad de adentrarse en un laberinto que tiene todo de juego y nada de tortura.
Estos tienen que saber que el propio autor nos deja un hilo de Ariadna. Siempre está allí para guiarnos hasta el final y que no tengamos miedo de perdernos. Y ese hilo está presente desde el principio. No hay obra de Borges que no contenga las claves para descifrarlo.
En su primer libro de ensayos, Inquisiciones (1925), reúne textos breves (siempre esa brevedad prodigiosa). Decide comenzarla con uno titulado Torres Villarroel (1693-1770). En él hace un elogio biográfico sobre el polifacético escritor salamantino Diego de Torres Villarroel.
La elección no es casual. En él se reconoce hermano en Francisco de Quevedo y en «el amor de la metáfora». Sin embargo, ese gusto por el famoso autor español y por ser poetas (Borges aún no ha deslumbrado al mundo con sus cuentos), no es lo único en común.
Nos cuenta de Torres Villarroel que elige convertirse en discípulo de Quevedo, muerto casi un siglo antes de su nacimiento. Esta relación casi metafísica entre maestro y alumno que Borges tanto destaca, nos permite adentrarnos en uno de sus temas más recurrentes. El de que la literatura es de todos y está allí para que cada quién la haga propia. Lo original no está dado por las palabras (que ya están casi todas inventadas), ni por los temas. La originalidad viene de la lectura, la interpretación y la reescritura. ¿Quién puede presumir de escribir una historia de amor que no esté en Shakespeare, en la Biblia o en Gilgamesh? Ciertamente no Borges, que muchas veces se refiere así mismo como mero redactor de sus textos.
Torres Villarroel escribió con un norte y faro. Quevedo es personaje en sus obras, es la cita que todo lo ordena, es el secreto origen. Pero el discípulo no se limita a imitar al maestro. No. Lo reescribe con su humor. Lo que en Quevedo es seriedad y elocuencia, en su discípulo póstumo es alegría, jocosidad, irreverencia. De alguna forma Diego de Torres Villarroel creó, con sus lecturas y reescrituras, un Quevedo que fuera su maestro. «El hecho es que cada escritor crea a sus precursores», escribirá años más tarde Borges hablando de Kafka. Y Torres Villarroel muchas veces escribió lo que su maestro hubiese escrito o lo que él creía que tendría que haber escrito. Nada tan borgesiano como esto.
Ilustra Mirabella Stoor @mirabellastoor
Nació en Bariloche (Argentina) en 1989. Escritor, historiador, ensayista y bibliófilo. Ha realizado cursos de literatura en Harvard University y de Filosofía Política en Università degli Studi di Napoli Federico II. Ha publicado en diversos medios de Argentina (Infobae, La Nación, Todo es Historia, entre otros). Autor de Cuentos para la chica del abrigo rojo (2018) y El Restaurador: Juan Manuel de Rosas entre la mitología y la realidad (2019). Sus cuentos han sido publicados, también, en diversas antologías. En su cuenta de Instagram reseña y recomienda obras literarias.
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