Por Gisela Paggi
Borges y Bioy, Cortázar y Pizarnik, Victoria Ocampo y Ezequiel Martínez Estrada, Orozco y Molina. En la historia de la literatura argentina existieron muchas amistades emblemáticas. Algunas de ellas fueron verdaderas alianzas creativas que alimentaron nuestras letras y que dieron lugar a un largo desfile de comidillas y que, incluso, fomentaron enemistades o, más bien, rivalidades. Otras permitieron entretejer las relaciones intelectuales que cruzaron fronteras y solidificaron movimientos casi continentales en un ambiente literario dividido y fragmentado a la luz o a la sombra de la figura de Jorge Luis Borges.
Si hay una amistad curiosa dentro de esta constelación de fraternidades es la que unió a Enrique Molina con Oliverio Girondo y un par de ranas disecadas dan fe de ella.
Un joven poeta marinero
El poeta Enrique Molina dedicó sus años más jóvenes a ser marinero y viajó por toda América soñando con la poesía en altamar. Conoció países para ver que, en una lengua común, el sueño de un poema colectivo y latinoamericano era posible. Los largos viajes lo dotaron de esa aura de melancólica distancia que conservará toda la vida incluso cuando la poesía se le vuelva simbólica y caprichosa como en un sueño eterno. Pero Enrique Molina, que en esos años mozos surcaba los mares, nunca dejó de anhelar el amparo de un techo y un plato de comida para compartir.
En 1952, desde Santiago de Chile, le escribe a su hermana: «Estoy desolado. Acabo de llegar de Valparaíso y me encuentro con una vieja carta de mamá anunciándome tu casamiento el 21. ¿Qué puedo hacer? Ni siquiera un cable (…) Buena experiencia es tener cacerola propia, ventana propia, llave propia y noche compartida. Es un sueño te repito. Quizás también lo realice alguna vez. (…) En fin, me felicito de disponer en delante de una cama en tu casa y de tener una nueva mesa donde comer cuando llegue el hambre».
Y Enrique Molina realizó ese sueño. Más allá de las muchas aventuras que siguieron surcando su vida, dos mujeres lo acompañaron: Mery, su primera mujer, la que lo amenazó con quemar todos sus libros cuando conoció la existencia de Genoveva, su segunda mujer y encargada de guardar y organizar celosamente el archivo del poeta a su muerte.
Pero vamos por el principio. Además de su trabajo como tripulante de barcos, Molina tuvo otro trabajo que le abriría las puertas definitivas de la poesía: fue secretario de Oliverio Girondo. Enrique Molina siempre fue un hombre de recursos más bien escasos. No tenía ni siquiera un traje. Pero Girondo le regaló uno para que anduviera por la vida lo cual podría haber resultado un tanto risible considerando que Girondo le sacaba varias cabezas a Molina.
Allí empezó, en esos años de juventud, la carrera de Enrique Molina como poeta e ingresó de lleno en el círculo más emblemático de la poesía surrealista latinoamericana y, desde la casa de Girondo y Norah Lange en la calle Suipacha, se tejieron las redes que unieron a los surrealistas de toda América Latina y, desde esas redes, se amplió a toda una nueva y aún más amplia red de escritores e intelectuales que iban desde Octavio Paz y Margo Glantz hasta Pablo Neruda y Severo Sarduy.
Ese espectacular entretejido literario quedó manifiesto en un copioso archivo de correspondencia que relata los sueños y anhelos de una generación de escritores que deseaban transformar las letras latinoamericanas y forjaron amistades duraderas e, incluso, amores apasionados (y secretos).
El poeta surrealista
Enrique militaba el Surrealismo y dedicó su vida entera a un movimiento tardío en relación al original, al que se forjó en Europa en el período de entreguerras. El Surrealismo latinoamericano no podía menos que ser un homenaje apasionado y un intento por conservar formas que ya se habían agotado hacía tiempo pero que se habían vuelto un lenguaje demasiado propio como para condenarlo a la resignación.
Desde su primer libro de poemas titulado Las amantes antípodas hasta su única novela Un sueño donde sueña Camila O’Gorman donde el poeta no cede ni un metro de terreno al narrador y termina dando luz a una novela completamente lírica, Enrique Molina recorrerá América llevando consigo el sueño que forjó desde los comienzos de su amistad con Oliverio Girondo cuando no tenía ni siquiera un traje digno.
En una carta dirigida a «Oliverinorah» y firmada como «el mísero Enrique» dice: «Oliverio: le envío 3 poemas de los últimos que he escrito. Puedo fracasar o no en su realización pero tengo la certeza de que este es el camino verdadero para mí. Todo cuanto he hecho no me interesa. Pretendo realizar una poesía que sea la expresión viva».
Tal parece ser que el matrimonio Girondo-Lange apoyó sobremanera el desarrollo de Molina como escritor y que, al momento en que se instalara en Buenos Aires, propiciaron su ingreso al selecto círculo de escritores entre los cuales estrechó variadas amistades.
Una amistad más allá de la existencia
Las cartas que Enrique Molina enviaba a Oliverio y a Norah hablan de profunda admiración. Se permite jugar con las palabras y las imágenes y poner a prueba toda su creatividad como escritor y como artista. Los pájaros se posan sobre los márgenes de las hojas y las mujeres denotan grandes pechos que florecen como rosas. El matrimonio Girondo apadrinó en cierta forma el sueño de Enrique Molina de convertirse en poeta y lo cobijaron en su casa como a un hijo pródigo:
«Don Oliverio Girondo,
quién no lo ha de recordar.
Donde me ponga a mirar
me aparece su cabeza:
el recuerdo es la firmeza
del que se siente pasar.
Lo veo con barba y todo,
presidiendo la función,
con su saquito marrón
bajando la escalera
o tirándose la pera
entre la conversación.
En esas noches antiguas
sentado al lado de Norah,
la de melena cantora
y los “Cuadernos de infancia”.
Y yo he dejado esa estancia
como una rata traidora».
Esa fructífera amistad duró los años que duró la estadía de Oliverio Girondo en la tierra y, de allí se desprende que, ante su muerte en 1967 y de Norah Lange en 1972, Enrique Molina pasara a recibir, a modo de legado, algunos de los objetos de la casa del famoso matrimonio. Entre ellos, unas peculiares ranas embalsamadas que formaban parte del decorado del departamento y que, además, conformarán en sí mismas un espectáculo único ya que, tal parece ser, Girondo cada día las colocaba en diferentes formas: fumando, jugando al billar, bailando.
Enrique Molina escribió, en noviembre de 1975, una nota para diario Clarín titulada «La casa y los espantapájaros», referida al último domicilio donde Girondo y Lange habían vivido. Allí cuenta:
«En el extremo de una sala, un labrado barco chino conducía, por la corriente de un río bordeado de flores, un prostíbulo flotante en donde un grupo de geishas de marfil tañían extraños instrumentos y cantaban con voces de insomnio. Allí, también, en esa casa, un grupo de negros se retorcía en un patio de Figari. Y las ranas. ¡Las ranas! ¿Qué eran? Uno las descubría de pronto en una escena que se repetía eternamente en la locura o el infierno. Parecían gente. A veces jugaban al billar y fumaban enormes cigarros, gozaban de un momento de solaz. De pronto se precipitaban a un torbellino de furia, empuñaban cuchillos y pistolas, rompían la araña, rodaban bajo la mesa. ¿Qué eran? Ranas embalsamadas en posturas humanas, dentro de dos cajas como escenarios, empotradas en un muro. A Neruda le fascinaba. Al morir Oliverio trató infructuosamente de conseguirlas».
¿Y cómo sabía Molina del infructuoso deseo de Neruda? Pues porque el propio Enrique es quien se las quedó a la muerte de Oliverio.
Las ranas de Girondo
Las ranas en cuestión eran obra del reconocido taxidermista Francois Perrier y se convirtieron, a su muerte, en una pieza codiciada por muchos de los que eran asiduos visitantes de la casa de calle Suipacha.
Una carta de Pablo Neruda fechada en noviembre de 1972 nos habla de las muchas ganas que tenía el Nobel Chileno de obtener las ranas pero Enrique, ni lento ni perezoso, se negó a entregárselas. En vano Neruda le ofreció comprarlas o cambiarlas por un poncho de Atacama alegando que Oliverio Girondo le había dicho que se las dejaría en su testamento: «Yo estoy locamente interesado en esos sapitos del billar. Hasta hablamos en broma de Oliverio (SIC) me las dejaría en el testamento».
En junio de 1973, Neruda vuelve a escribirle a Enrique Molina diciéndole que entiende que no quiera soltarlas: «Apenas supe, y antes de que me escribiera, que las ranitas habían honrado sus paredes ya comprendí que no podían ni debían salir de allí. Mis pensamientos eran anteriores, pensando que los recordados batracios seguirían caramboleando en algún desván o corredor olvidados». Meses después el poeta chileno muere, aparentemente asesinado por el gobierno de Pinochet.
Parecería ser que, a la muerte de Enrique Molina, su última mujer, Genoveva Benedit, pasó a venderlas y el rastro de las ranas de Girondo se perdió, hasta nuevo aviso, en el mundo del coleccionismo, quizás, que guarda celosamente sus secretos.
En el recuerdo de esa amistad durmieron el sueño las ranas que Neruda no pudo obtener, la pequeña victoria del poeta argentino que no obtendrá nunca las loas de un Nobel y la certeza de haber hallado un camino ante los ojos de Girondo y de Lange:
«Mi querido Oliverio, mi querida Norah: hace mil años que los extraño, perdónenme esta lata. A veces estoy tan solo que siento necesidad de dialogar aunque sea con el recuerdo de aquellos que quiero. No he podido resistir a su conminación: el 22 me pongo en marcha hacia la capital sanmartiniana. Todo esto solo me ha dado una medida de mi fracaso, pues solo ahora acabo de intuir la orientación que ha dirigido siempre toda verdadera poesía: la desesperación inacallable, el sentimiento de la aventura sin letargo, sin transacción posible, el rechazo perpetuo de cuanto –moral, arte, felicidad, conciencia – pretenda ocultarnos el hechizo del mundo».
Y vuelve a firmar, el mísero Enrique.
*A un pequeño llamado Oliverio
La autora trabajó con el archivo Enrique Molina en Librería Anticuaria Helena de Buenos Aires, quien autorizó las reproducciones fotográficas que liustran este artículo.
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