Por Verónica Boix
Fotografía de José Brasesco
El viento resuena en la estación vacía. Hundo la cabeza en el tapado como una tortuga y busco la dirección. No importa cuando tiempo haya pasado, vuelvo a Quilmes y siento que soy la nena que mamá sostiene de la mano. Nunca fue así, claro, por eso no quería venir. Debe haber sido el vino que tomamos anoche. El pasado se te entierra adentro, si no lo enfrentás te pudre, dijo Tina. Y me reí fuerte, en cambio ella se puso seria. Todas se pusieron serias y me insistieron. En el fondo, no me trajo el tren, me trajo el motor que encendieron en mi cabeza. Las amigas están para eso, ¿no?
Ajusto el pañuelo verde alrededor de mi cuello, está gastado pero todavía me protege del fresco de la mañana. Se lo había dado a mamá una chilena. Era una maga que casi podía leer los pensamientos de la gente. Tomaba un té junto a nosotras en la mesa larga de Lalala. Mamá comía strudel y los labios le brillaban por el caramelo de las manzanas. Era una tarde de esas en que los gatos se tiraban a dormir al sol bajo los fresnos. Algunos se quedaban en las ramas, las colas parecían lianas peludas. Yo no veía la hora de salir del café. Quería tirarme a jugar con ellos. Junté las miguitas del alfajor para llevarles, pero mamá estaba tan seria que no me animé a interrumpirla. La mujer le hablaba como si cantara bajito. Me aburrí y empecé a buscarles nombres a los gatos. Ellas hicieron silencio, pensé que ya nos íbamos. Ellas siguieron sentadas, una frente a la otra. La mujer tomó a mamá de las manos y le dijo que tenía que animarse, ser valiente. Le dijo: «Vas a poder, Pochi». ¿Qué iba a poder?, pensé, pero no le pregunté. Mamá tampoco preguntó. Se quedaron así un rato. Tiré de su brazo para irnos, pero no se dio cuenta.
Todavía no salió el sol, el reflejo ilumina apenas el contorno de las cosas. Cierro los ojos por el viento, solo alcanzo a ver el bulevar: una línea de árboles pelados. Como una flecha, como una señal para darme vuelta y regresar a la estación. Pero una luz me llama desde la panadería. Compro medialunas. «No hay miedo tan duro que resista un domingo», me dice la empleada cuando le pago. Será cosa de la gente del sur. El refrán que me decía la abuela. Ella lo usaba como consuelo, nunca entendí que quería decirme pero me hacía sentir mejor. El olor dulce de las medialunas me abraza un rato o yo me dejo abrazar por esa sensación conocida que entra en mí sin aviso. Todavía estoy a tiempo de tomar el tren de vuelta, llegar a casa antes que papá se despierte. ¿Qué diría si supiera que vine? Nada. Y el silencio diría más de mi traición que cualquier reproche. Yo tenía un bando claro, tengo un bando claro.
El día de la chilena ya era de noche cuando salimos del café. Ella nos acompañó unas cuadras. Los gatos ya no estaban. El viento sacudía las macetas que colgaban de las ventanas y me obligaba a taparme la cara con la campera. Se había levantado tormenta de golpe. Mamá me sostenía de la mano con fuerza. En una esquina nos detuvimos, la chilena abrió la puerta de un auto rojo, pero antes de subir, se desató el pañuelo que llevaba en la cabeza y se lo dio a mamá. Le dijo que le daba el pañuelo como anticipo. «Esperame, chilenita», contestó mamá. Las macetas se bamboleaban, golpeaban contra la pared y amenazaban con soltarse. Me apreté a ella. Mamá era tan fuerte como el viento. Me tranquilicé. Creí que estaba a salvo.
El sol recorre las ramas de los árboles como fantasmas blancos. Es un barrio de casas chorizo, esas que tienen un escalón alto antes de la puerta de entrada. Las fachada de tan gastadas parecen nuevas. Cada tanto encuentro una casa que creo recordar. ¿Será la beige con la macetas de suculentas? Ella odiaba ese color, en cambio, a la abuela le parecía elegante. Beige. Tengo que reconocerlo, no tengo idea de dónde estoy. Busco la dirección en el GPS. Faltan unas cuadras para llegar a Manuel Quintana.
El problema empezó con el orden. Mamá pintaba y sus cosas estaban desparramadas por toda la casa. Me gustaba vivir entre esos colores como pedacitos que ella recortaba solo para mí. A papá, en cambio, lo ponía nervioso. Era una casa llena de cuartos con ventanas, pero él decía que los mamotretos de mamá la oscurecían. Me daba rabia que no viera lo lindos que eran. Pero mamá le hizo caso y empezó a dejar las telas en su estudio. Más adelante, empezó a encerrarse ella también. Con llave. Y el pasillo hasta su estudio se alargaba con las horas.
Es acá, lo sé. La casa está pintada de blanco sin firuletes. La persiana de madera está cerrada. Me siento en el escalón de entrada. Si le mando un mensaje a la abuela, seguro me abre. Pero prefiero llegar de sorpresa. No escucho ruidos adentro de la casa, afuera sí empiezan a sonar los autos en la avenida. Tendría que tocar el timbre y entrar de una vez. No, no, todavía no puedo verla. ¿Me reconocerá? ¿La reconoceré? La abuela me dijo que estaba igual. ¿Igual a quién? ¿A su foto sobre el modular? Ella para mí es esa chica con pelo cortito y pantalones oxford que tampoco conocí. Lo primero que olvidé fue su voz, y de a poco se fue borrando el resto. Un hombre en pantuflas se acerca desde la esquina con su perro. ¿Qué necesidad de salir tan temprano? El perro tiene un saquito tejido y los ojos saltones. El dueño también. Lo lleva suelto, pero caminan uno junto al otro. Pasan a mi lado despacio. Qué hacés acá sola, dice. No me pregunta, lo dice directo. Y revuelvo el bolsillo como si buscara algo. En el fondo, no sé qué hago acá. La abuela tiene la culpa. No se animaba a contarme, y al final me dijo. Tu mamá volvió y quiere verte. Busco qué decirle, alguna respuesta, me sale levantar los hombros. Sonrío como disculpa. El hombre refunfuña, pero el perro ya está en la esquina, así que no le queda otra que seguirlo.
El día que mamá se fue, la casa amaneció distinta. Al principio no supe qué era. Enseguida descubrí que ya no había cosas sobre la mesa, ni ropa en el piso, ni sus cuadros. Parecía una casa abandonada. Sentí frío. Me dio una leche tibia y me puso la mochila para ir al colegio. No quería ir, le dije, que me dejara faltar. Me abrazó y me acompañó a la puerta. Al pasar vi dos valijas, pero no entendí. Me dijo que no me preocupara que iba a encontrar la manera de volver. ¿Volver? ¿Se iba? Y antes que pasara a buscarme la combi, se sacó el pañuelo verde de la chilena y lo ató a mi cuello en señal de rendición. Dijo que la perdonara. No la entendí y le dije que sí, que siempre la iba a perdonar.
Me duele la cara de tanto apretar los dientes. Me saco el pañuelo del cuello y lo escondo en el bolsillo. A esta altura, ¿qué más puedo perder? El pasado se te entierra adentro, si no lo enfrentás te pudre. No estoy segura de tenerlo enterrado así, como dice Tina, más bien siento el pasado como una piel curtida que no puedo arrancarme. Quizás ya volví. Acaso volver sea, en el fondo, haber llegado hasta acá.
(Buenos Aires - Argentina) Verónica Boix es escritora y periodista cultural. Escribe para medios nacionales como el diario La Nación, la Revista Ñ y La Gaceta Literaria. Quiere leer y escribir más que ninguna otra cosa. Es Magister en escritura Creativa de la UNTREF y ahora sigue el doctorado en Literatura latinoamericana y Crítica cultura en UDESA. Dicta talleres de escritura creativa y de lectura. Su primera novela publicada es Libertad bajo palabra (Letras del sur). Podés seguir sus recomendaciones literarias en @veroboix
(Rosario - Argentina) José Brasesco. Nació en 1982. Es arquitecto y docente de la Facultad de Arquitectura, Planeamiento y Diseño de la Universidad Nacional de Rosario. Realizó distintos trabajos de voluntariado en el país y en África. En 2017 descubrió en la fotografía una actividad con la que entraba en resonancia y la vía para canalizar una mirada que nace desde lo intangible. En 2019 comenzó una especialización intensiva y a trabajar como fotógrafo profesional siendo distinguido en diferentes certámenes. www.josebrasesco.com
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