A modo de editorial
Año II - N°21
Cuando leemos la noticia de que una obra ha sido atacada por la censura o que en algún momento de la historia un autócrata mandó quemar bibliotecas enteras, no podemos evitar sentir cierto enojo. Pensamos en las lecturas que se pierden, en un conocimiento que se esfuma. El papel no siempre le gana a la piedra. Pero no solo es la lógica de la tiranía la que extermina al papel escrito.
En las últimas semanas, en Argentina, se reabrió un debate con mucha tela para cortar: la de la destrucción de libros por parte de editoriales que, por diversas razones, ya no están en condiciones de distribuir esos textos. Una práctica, que por otro lado, es de lo más habitual. Grandes y pequeños autores han contado de los llamados de editores para informarles que tal o cual libro de su autoría iba a ser retirado del mercado y que tenían a su disposición el material que no había llegado a ser comercializado. Y las opciones son bien acotadas: que el autor se lleve las cajas a su casa o que vayan a parar a una trituradora de papel. No siempre los autores disponen del espacio físico para guardar cajas de libros sin vender o del interés en distribuirlo.
Triste destino para un objeto que simboliza la libertad y el pensamiento y que es el vehículo para la ilustración y la democratización del conocimiento. ¿Cuántos millares de libros se habrán perdido así en todo el mundo?
La historia que puso sobre el tapete el tema terminó con un final feliz. La Cámara Argentina del Libro, haciéndose eco de la indignación en redes sociales, resolvió hacerse cargo de aquellos libros huérfanos y los distribuirá en bibliotecas y escuelas. Justamente, la editorial en cuestión, que emigra definitivamente a España por los avatares de la crisis económica, se especializa en literatura infantojuvenil y en textos escolares. Pero no será la última vez que ocurra. Del resto no tendremos noticias.
En un país y en un continente donde el acceso a la educación está lejos de ser equitativo, la destrucción de materiales de lectura despierta interrogantes. ¿Es válido exigir una ética con el libro? ¿O es un pensamiento utópico? Que sea una práctica habitual, ¿hace que no pueda cambiar? El desinterés de su autor, ¿qué alcances tiene? ¿Es más fácil destruir?
Tal vez estemos romantizando la cuestión. Pero siempre vamos a preferir un libro en manos de un niño o de una niña y no en una trituradora.
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