Homenaje al gran autor alemán en el bicentenario de su muerte.
Por Gabriel D. Pascansky
«Pues si bien sois ya para mi patria una propiedad de su historia, que pertenece al examen público de sus contemporáneos, no habéis dejado para mí de ser una mujer. Y cuando la causa política a que tengo el honor de pertenecer, llegase a un grado tal de postración, que, para sostenerla, tuviesen necesidad sus defensores de hacer la guerra a las mujeres, yo me pasaría gustoso a vuestro padre, antes que someterme a tal conducta, y tendría el honor de hacerme presentar en vuestros espléndidos salones, vestido de colorado de pies a cabeza como los diablos de Hoffman [sic] o el general Mansilla» (José Mármol, Manuela Rosas, 1851).
Tanto en esta semblanza biográfica de Manuela Rosas, como en Amalia, Mármol invoca el nombre de E. T. A. Hoffmann como sinécdoque de lo diabólico y siempre con la misma función: para caracterizar el universo del rosismo. Por la extrema vaguedad y lo azaroso de las referencias, ninguna de estas menciones permite sospechar que Mármol hubiese leído efectivamente algún texto del autor alemán; no obstante, lo que interesa es que la aparición fortuita del nombre de Hoffmann en una disputa rioplatense es una prueba extrema de la popularidad mundial que este escritor había alcanzado a tres décadas de su muerte en Berlín. Esto es tanto más sorprendente si consideramos que, tras su muerte, su recuerdo ya se había apagado en Alemania, y quizás hubiese permanecido en el olvido de no ser porque el escritor más célebre de la época, Sir Walter Scott, le dedicó un ensayo para liquidarlo que tuvo el efecto contrario: concentró la atención sobre el escritor postergado, y toda una generación de jóvenes narradores franceses lo tomó como modelo, lo tradujo y lo dio a conocer mundialmente, al punto de que sería difícil encontrar un solo escritor que, como Hoffmann, haya llegado a influir tan directamente en tantos escritores, de Poe a Balzac, de Gogol a Dostoievski.
Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann –que luego cambiaría su tercer nombre por el de Amadeus en honor a su admirado Mozart– nació en Königsberg en 1776 y murió en Berlín en 1822. Si bien desde joven tuvo pretensiones artísticas en múltiples disciplinas (la música siempre fue la aspiración principal, seguida de lejos por la literatura y la pintura), hasta los treinta años no puede considerarse más que un diletante, y su ocupación principal es la abogacía, de acuerdo con la tradición y el mandato familiar. Después de estudiar derecho en Königsberg, Hoffmann comienza su carrera como funcionario en la administración judicial prusiana, trabaja en los tribunales de Berlín y de Płock, Posen y Varsovia, estas tres, ciudades polacas ocupadas por Prusia. Inicialmente, Hoffmann no reniega de sus obligaciones profesionales, pero a medida que pasan los años y sus diversos proyectos artísticos no se realizan, el trabajo judicial se le aparece cada vez más como una carga insoportable y nociva para su vocación artística. El 17 de octubre de 1803 anota en su diario:
«¡He trabajado todo el día! ¡Ah! Me convierto cada vez más en funcionario... Quién lo hubiera pensado hace tres años… La musa se escapa… ¡El polvo de las actas oscurece y enturbia el panorama! El diario se torna curioso, porque es la prueba de la miseria monstruosa en la que aquí me hundo... ¡A dónde fueron mis proyectos!, ¿a dónde mis bellos planes para el arte?»
El empujón que obliga finalmente a Hoffmann a abandonar la seguridad tradicional de la profesión burguesa e ingresar en el inseguro mundo del artista independiente es en realidad un acontecimiento histórico de tamaño mundial: la invasión de Napoleón en Alemania. Tras derrotar a Prusia en la batalla de Jena en octubre de 1806, el ejército francés ingresa en Berlín y, en noviembre, en Varsovia; la administración prusiana es disuelta, Hoffmann se niega a prestar juramento a las nuevas autoridades y se queda sin trabajo. Los siguientes meses son los más penosos de la vida del escritor, marcados por desgracias familiares y la pobreza, hasta que en 1808 consigue un puesto de director musical en el teatro de Bamberg, ciudad en donde vivirá hasta 1813 trabajando como compositor, decorador de teatro y profesor de música.
En 1809, a los treinta y tres años, publica su primer cuento, El caballero Gluck, pero, todavía hasta mediados de la década siguiente, sus principales aspiraciones artísticas se concentran en la música, que es para él la más ideal de todas las artes, como se refleja en sus famosos artículos sobre Beethoven o en los relatos de artistas que escribe más tarde, en los que casi siempre se incluyen personajes músicos (así, en El caballero Gluck, Don Juan, Kreisleriana, Consejero Krespel, por mencionar solo los más conocidos). Y, sin duda, la obra a la que le dedicó sus mayores esfuerzos no fue ningún texto literario sino su ópera Ondina, que, después de varios años de trabajo, logra estrenar en Berlín en 1816.
1814 es otro año bisagra en la vida de Hoffmann, de nuevo, sacudido por los acontecimientos históricos. El año anterior, Napoleón fue derrotado en Leipzig, el ejército francés se repliega y se restaura la administración prusiana; Hoffmann abandona la vida de músico independiente, se muda a Berlín y comienza a trabajar como funcionario en el Ministerio de Justicia. En este año, además, Hoffmann se consagra finalmente como escritor a partir de la publicación de su primer libro, la compilación de relatos Fantasías a la manera de Callot. Aquí se encuentra ya un muestrario selecto de los principales temas y recursos estilísticos del autor, con sus relatos sobre artistas acosados por un entorno burgués excesivamente materialista y sin sensibilidad para el arte, la experimentación formal con los marcos narrativos, la mezcla de géneros (ensayo y narración), y la cualidad que más lo destaca como gran precursor en las historias de la literatura: su particular modo fantástico. El propio Hoffmann parece haber sido perfectamente consciente de su originalidad en este punto cuando le describe el método compositivo de El caldero de oro a su editor:
«Trabajo especialmente en la continuación de un cuento maravilloso que ocupará casi un tomo. ¡Pero no piense en Scheherezade y Las Mil y Una Noches, mi amigo! El turbante y los pantalones turcos están totalmente prohibidos. Todo debe ser feérico y maravilloso, pero entrando audazmente en la vida cotidiana ordinaria y apoderándose de sus figuras […] esta idea de dejar que lo completamente fabuloso –a lo que, sin embargo, creo que la interpretación más profunda le concede la debida importancia– ingrese atrevidamente en la vida cotidiana es verdaderamente osada y, hasta yo donde sé, todavía no ha sido utilizada por ningún autor alemán».
A partir de esta época y hasta su muerte, la vida de Hoffmann en Berlín se mantiene estable: por un lado, es un competente funcionario judicial y, por el otro, es un escritor exitoso, sin que exista una contradicción entre la profesión burguesa y la vocación artística, como sucedía en la juventud. Por eso, es perfectamente atinada la observación de Rüdiger Safranski, uno de sus mejores biógrafos, cuando afirma que la imagen especular de la existencia hoffmanniana no es Kreisler, que se dedica en cuerpo y alma al arte, sino el dúplice Lindhorst, el archivero y al mismo tiempo salamandra de fuego en El caldero de oro.
En los años de este último período berlinés, Hoffmann es una figura protagónica de la vida literaria de la capital, es un autor de moda, recibe encargos de revistas y escribe profusamente; en muy pocos años publica varias de sus narraciones más emblemáticas, por ejemplo: El hombre de la arena, quizás la mejor de sus narraciones breves, contenida en su segundo libro de relatos, Nocturnos; Consejero Krespel, El Cascanueces (más recordado por el ballet de Chaikovski) y La señorita de Scuderi, que junto con una multitud de cuentos y novelas cortas aparecen primero en revistas literarias y se reúnen luego en su tercera, última y más irregular compilación, Los hermanos de san Serapión; Pequeño Zaches llamado Zinnober y Princesa Brambilla, las narraciones más humorísticas; y también las novelas Los elixires del diablo, motivada por la moda de las novelas góticas inglesas, y la más ambiciosa Opiniones del Gato Murr, que intercala una biografía del personaje Johannes Kreisler con la autobiografía de Murr, su gato. Una característica de las obras de estos últimos años (escritas entre 1819 y 1822) es la acentuación del componente satírico, que apunta a criticar directamente el atraso y la ineptitud de los principados alemanes (en Pequeño Zaches y Gato Murr) y las políticas represivas del Estado prusiano (en la censurada Maese Pulga).
Durante el último año de su vida, mientras se opone a los ministros de policía y de justicia que promueven los encarcelamientos infundados de los opositores políticos, y mientras la enfermedad de la médula espinal va paralizando paulatinamente su cuerpo, Hoffmann dicta La ventana esquinera del primo, un relato de inspiración autobiográfica y absolutamente moderno por su realismo, en el que se vislumbra el peligro del anonimato de las grandes ciudades y se anticipa un gran tema de la narrativa decimonónica posterior.
Esta faceta realista y crítica de la narrativa hoffmanniana ha quedado mayormente opacada por cierta lectura biografista, basada en una imagen burdamente falseada y caricaturesca del autor, que tiene sus portavoces clásicos en Scott y Offenbach, y que logró ciertamente sostener la fama de la figura del escritor, pero contribuyó en última instancia a simplificar y despolitizar su obra. La lectura de los propios textos de Hoffmann contradice siempre esa tendencia a la mistificación y la abstracción. Como reconoció Heine, uno de sus primeros lectores atentos, mientras que Novalis, «con sus figuras ideales, flotaba constantemente entre las nubes», «Hoffmann, con todas sus estrambóticas caricaturas, se aferraba constantemente a la realidad terrena». Como advertencia en esta dirección, por último, podemos enarbolar una frase del propio Kreisler en el Gato Murr: «Lamentarás haberme hecho hablar, ya que, mientras esperabas quizá lo extraordinario, sólo puedo servirte lo vulgar, tal como se repite mil veces en la vida». El gran hallazgo de Hoffmann, entonces, como él mismo sabía, no fue simplemente la descripción sensacionalista de un imaginario maravilloso y fantasmal, sino más bien la utilización que él hace de todos estos diablos como medio para develar el carácter aparente y engañoso de la realidad.
(Buenos Aires - Argentina) Es Licenciado y Profesor en Letras y doctorando en Literatura (UBA). Trabaja como docente en escuelas secundarias, como traductor del alemán y como investigador en la cátedra de Literatura Alemana de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Su tema de investigación es la crítica al diletantismo durante la época de Goethe. Recientemente, publicó traducciones de E.T.A. Hoffmann, de Walter Scott y de artículos para el Diccionario Histórico-Crítico del Marxismo.
Comments