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Foto del escritorUlrica Revista

La imagen terrible

Por Agustina Caride


Ilustra Mirabella Stoor


Edición N37 - Especial Silvina Ocampo

El poeta Cocteau, en una ocasión, confesó: «Quisiera hacer una escuela de indeseables como yo. En ella enseñaría las actitudes que cierran todas las puertas». Parecería que, en el mundo hipotético de Cocteau, la menor de las Ocampo fue una de las mejores alumnas de dicha escuela. Allí aprendió, o entendió, que los niños terribles son una respuesta generacional a su contracara, la de padres igual de terribles. O podría decir temibles. No existe el mundo de la infancia sin el de los adultos y uno y otro, en el mundo literario de Silvina Ocampo, son un espejo donde el mayor refleja al menor para darle su fisonomía, su identidad. Son chicos que no fueron alimentados desde el pecho amoroso de una madre, sino que fueron nutridos desde una institución (la adulta) que buscó forjarlos con golpes, impotencia, abandono, indiferencia o castigos. Así, los personajes de los cuentos crecen siendo terribles, tan terribles que el mismo sistema que los educó buscará «protegerlos por el secreto, la clandestinidad, el anonimato»*.

En los cuentos de Silvina encontramos una gran cantidad de personajes identificables con estas características, niñas y niños vinculados a una vieja burguesía, podríamos decir que era la oligarquía de Buenos Aires, esa clase social en la que ella misma creció, casi olvidada dentro de la familia ya que llegó en última instancia, después de cinco hermanas que la convirtieron en la última. Fue enseñada por dos institutrices inglesas, una francesa, un profesor de castellano y otro de italiano. Entre su linaje familiar cuenta con conquistadores, Gobernadores, políticos, candidatos a presidente y amigos de Domingo Faustino Sarmiento. Entre esos hombres de estirpe y patriotismo, en las estancias y quintas de extramuros, en las mansiones de la ciudad, creció la menor: el reflejo del espejo que los adultos le habían puesto delante para mostrarle quién era ella, una señorita de la alta sociedad.

Solo para citar algunos de sus cuentos, y a modo de tentación para que vayan a explorarlos, en El vástago el padre mata a un perro delante de los niños «de un balazo, le reventó la cabeza para probar su puntería y mi debilidad». En Las fotografías una nena recién salida del hospital muere asfixiada por la fiesta que los padres le organizan «…los niños dieron menos trabajo que los grandes». En El impostor, los adultos se meten en la vida de los jóvenes «La miré con odio, primeramente, me preguntaba si Armando Heredia era el viejo, después (para prolongar vanamente el diálogo), se asombraba de que ya tuviera dieciocho años».

En Cielo de claraboyas, tal vez el más terrible, una nena es testigo del asesinato de otra nena en manos de su institutriz. «Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos». Figuras paternales y maestros terribles generan niños terribles en cuentos como La boda, El vestido de terciopelo, El árbol grabadoo Las invitadas, entre tantos. Castigos y exclusión, el manejo de la culpa y aceptación de la pena son los elementos que Silvina maneja para describir afectos destructivos.

En la familia fue algo así como un vago etcétera. ¿Y en las letras? Victoria, Borges, Bioy, la hermana de, la amiga del amigo de y es desde ese lugar que al principio se mantuvo alejada del mundo cultural. Lo que Noemí Ulla llamó «del lado del secreto» mientras que Matilde Sánchez dirá que Silvina eligió escribir antes que participar. A mí se me ocurre pensar si esas dos fórmulas no son, en un punto, unificables. La forma en la que ella pudo participar fue escribiendo, y es en la descripción de su mundo donde Silvina nos revela el secreto: las relaciones humanas son terribles.


Nota

*Blas Matamoro: Oligarquía y literatura.


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