Por Carolina Peleretegui
Ilustra Eliana Ramponi
Cuando entramos a la habitación del hotel, con Inés nos miramos y no tuvimos mucho más que decirnos. Con ella enseguida nos damos cuenta de lo que pensamos. El lugar era horrible. No se parecía en nada a las fotos del folleto que nos dieron en la agencia de viajes. «Un paraíso en medio de las montañas». «Lugar acogedor y cálido». Lo más acogedor era la cama que en realidad parecía tener un colchón recién comprado.
Miramos de reojo a nuestro alrededor y después de dejar las valijas en el piso como si hubiésemos ensayado, nos tiramos simultáneamente en la cama. Crac, crac hicieron las patas de madera. Arriba de nuestras cabezas un ventilador de techo hacía también un ruido extraño, movía las aspas lentamente, se sacudían, parecía que iban a salir disparadas en cualquier momento para degollarnos. No se lo quise decir a Inés, pero sé que ella pensó lo mismo.
Me levanté de la cama y dejé a Inés con los ojos cerrados imaginando que cuando los abriera estaría en un verdadero paraíso. Mientras tanto fui al baño a lavarme la cara y las manos. El viaje había sido fatal.
El baño era digno y estaba limpio, pero era horrible. La pileta del lavamanos se movía si te apoyabas muy fuerte así que había que hacerlo con cuidado. Tenía una pequeña ventanita que si me paraba en puntas de pie podía ver las nubes mientras meaba y una ducha sin cortina ni nada, un escurridor de agua apoyado en la pared y un botiquín de primeros auxilios sobre un banquito de madera al lado del inodoro. Todo en ese hotel era viejo y de mal gusto. Hubiera sido el último lugar donde elegiríamos pasar esos días. Sin duda, habíamos sido estafados por la agencia. Fui a quejarme con el conserje, un tal John, que por su acento parecía ser inglés o irlandés. Seguramente había venido de turista a las montañas, se enamoró del paisaje, consiguió trabajo en el hotel y ya no quiso irse.
–Le gusta a usted el lugar, amigo –dijo John con una sonrisa amable y auténtica. Le contesté que me sentía engañado por las fotos de promoción que no se parecían a nada con la realidad. John volvió a sonreír y me dijo con voz segura que nada me faltaría. Solo tenía que pedirlo.
Inés se había dormido, así que me puse a escribir unos mails que debía contestar antes de la medianoche. Por la ventana de la habitación, la única que había, se veían las montañas y una especie de bosque que cubría todos los alrededores. Sin duda el paisaje era lo mejor del hotel. Afuera era una linda noche de verano.
A la mañana todo parecía diferente. Quizá la noche y el cansancio nos habían hecho ver todo de una manera más hostil, cuando en verdad no lo era. De noche pareciera que todo decanta, toca fondo para volver a empezar.
Yo tenía que disertar en unas horas y presentar mi teoría sobre el movimiento de los neutrones en el átomo y la posibilidad de que este se esté haciendo cada vez más rápido debido a las ondas producidas por el uso excesivo de celulares y que esto, como consecuencia, origine en un futuro no muy lejano la posibilidad que la materia inerte se transforme en algo animado. Nada que a Inés o a la mayoría de las personas comunes le interesara, pero si mi teoría era al menos tenida en cuenta para el estudio, nuestra vida con Inés cambiaría por completo. A pesar de que ella cree que mi trabajo me tiene obsesionado (debo reconocer que es de lo único que hablo) si todo sale bien ella podría dejar de trabajar en el call center de una buena vez y yo ganaría mucho dinero, más del que estaba ganando, con la única condición que le dedicara al menos doce horas por día a la investigación. Discutimos las probabilidades, si era lo que queríamos, si no nos separaría de nuevo (si existía la mínima posibilidad yo decidiría no presentar el proyecto) y finalmente nos pusimos de acuerdo en seguir adelante. Si el proyecto era aprobado, tal vez me tendrían en cuenta para nuevos cargos en la C.F.N. Ser miembro de la Comisión de Físicos Nucleares era mi sueño desde que empecé a estudiar y estaba a punto de lograrlo.
Después de tomar un café breve en la mini cocina de la habitación, Inés se puso su jogging y se fue a caminar. Yo me quedé ensayando cada frase de mi disertación, repitiendo palabra por palabra, modulando la boca y los labios frente al pequeño espejo en la pared, hasta que golpearon la puerta.
John traía en la mano unas botellas de vodka y un jugo de naranja en caja.
–Es para darle la bienvenida, amigo. –Me dijo en un español medio trabado y duro. Me imaginé que, a pesar del tiempo que llevaría trabajando en el hotel, no había logrado aprender bien el idioma. La palabra amigo la dijo dándole un acento más fuerte.
–Amigo. –Volvió a decir.
Nos pusimos a charlar dosificando de a ratos la botella de vodka mientras le contaba parte de mi proyecto con los neutrones. Le hablé de los portales con el más allá y mi certeza de que había vida después de la muerte. John, mientras tanto, solo asentía con la cabeza sin entender ni jota lo que le estaba diciendo. Parecía uno de esos perritos que tienen los taxistas encima del torpedo del auto. La cabecita arriba y abajo con coordinación magistralmente rítmica. El ventilador de techo se movía cada vez más rápido muy cerca de mi cabeza y hacía unos ruidos horribles, como silbidos, fsss fsss. Todavía no sé en qué momento me quedé dormido pero cuando abrí los ojos, John ya no estaba y la botella de vodka, mi vaso y yo estábamos destruidos.
Llamé a Inés en voz alta pero no me contestó.
En el frigobar de la habitación no había más que una cucaracha muerta, y sus patas para arriba daban la sensación de que llevaba muerta bastante tiempo. Tenía resaca y hambre. Una combinación que no sentía desde hacía mucho tiempo. Después de conocer a John no podía esperar mucho más del hotel. Todo era decadente y abandonado.
Volví a llamar a Inés, aun sabiendo que no me respondería. Nada.
Me metí en el baño para refrescarme. Una gota espesa se sacrificaba cada un segundo bien cronometrado, simétrica y dulcemente afilada cayendo en la ducha. Lentamente, sin la importancia del tiempo y el espacio. Era la imagen del derroche mismo; la sobra de lo que en algún lugar del mundo escaseaba. Tlan, tlan, tlan hacían las gotas al rebotar en rejilla de la ducha. Abrí la canilla y el agua salió con un chorro fino e hirviendo que me hizo abrir el agua fría rápidamente. Los neutrones bailaban dentro de los átomos de mi piel, se aceleraban, se estrellaban y me provocaban piel de gallina, eran la explicación de todo y en un futuro no muy lejano podría contarle al mundo la verdad, patentar mi teoría y construir con Inés una nueva vida. ¿Dónde mierda se habría metido Inés en todo el día? En pocas horas era la disertación y el hotel al que debía ir (el mismo donde tendríamos que haber parado si no fuera porque estaban todas las habitaciones cubiertas y el nombre de Inés había sido sacado de la lista, vaya uno a saber por qué) quedaba lejos. Si ella no llegaba a tiempo, debía irme solo.
Cuando salí del baño, Inés estaba en la puerta esperándome casi desnuda, solo llevaba puesto su pantalón de jogging.
«Te estaba esperando», me dijo, y se me tiró encima como un animal. Nunca, en los quince años que llevamos juntos la vi así. Era como un lobo que había estado sin comer una semana y de pronto le ofrecían una pata de cordero. Literalmente volaban chispas en cada roce de nuestros cuerpos, no podía moverme, apenas respirar. Si quería salir un poco debajo de su cuerpo, me sujetaba con fuerza las manos y no dejaba que me moviera. Yo le hablaba y le pedía que fuera más despacio, que no la reconocía. Iba y venía encima mío, me apretaba, me frotaba hasta que se aceleraba en sus movimientos Me gustaba esa Inés salvaje, cargada de energía, de cargas eléctricas que me producían espasmos y taquicardia pero no dejaba de sorprenderme. Terminamos tirados en el piso, rodamos por la cama y me golpeé la cabeza. Ella se levantó, ni me miró y se fue al baño. Realmente no la reconocía. Desde el suelo vi una cucaracha meterse a gran velocidad debajo de la cama y el ventilador que ahora parecía girar más rápido que nunca hacía un sonido rarísimo, como si sus partes, ahora sí, se desarmarían y volarían a degollarme.
Inés me llamó desde el baño. Me levanté algo mareado y me pareció percibir unos chispazos de luz que se desvanecían. Ahí estaba, hermosa y esperándome. Me abrazó muy fuerte y yo le correspondí. Giré mi cabeza para vernos en el espejo encima del lavamanos pero solo pude ver el reflejo de mi cara iluminada. De fondo se oía el tlan tlan de las gotas inmolándose afiladas en la rejilla de la ducha.
(Buenos Aires - Argentina) Nació en Buenos Aires en 1976. Es escritora, Profesora de Biología y Bibliotecaria. Participó con sus cuentos en diversas antologías y algunos de ellos han sido publicados en el diario La Capital de Mar del Plata y revistas digitales. Obtuvo el Primer Premio Internacional de Literatura Infantil Julio C. Coba Libresa. Ecuador, 2016. En 2017 fue seleccionada por la Universidad de La Plata, Cátedra Lenguaje visual 3, para formar parte de Libro solidario. Es autora del libro de cuentos LIMBO. (Ed. Gogol). En 2019 fue seleccionada por la revista Liberoamérica para su Antología1970-2000 en Poesía y participó en el libro Rapsodia Ensamble de voces. Trémolo (Ed. El mono armado.2019).
(Mercedes - Argentina) Eliana Ramponi nació en 1984. Es escritora y artista visual. Autora del poemario Éter (Editorial Diamantes en almíbar, 2017) y actualmente prepara la edición de su primer novela. Desde mayo de 2020 es embajadora de la Sociedad Argentina de Collage, perteneciendo a la embajada de Luján junto a collagistas de la zona. Su collage Rayuela fue seleccionado para la exposición Mujeres que cortan y pegan (Madrid - España).
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