Librescas: Nueva sección que nos invita a andar de aquí para allá, entre libros y otras yerbas.
Por Juan Francisco Baroffio
A veces sueño con cuervos. No. No son pesadillas, que es lo primero que siempre se viene a la cabeza cuando se menciona a esos pajarracos negros. Hay toda una tradición mitológica, esotérica, literaria y cinematográfica que los condena a ser los portadores de los más variopintos tipos de desgracias: guerras, muerte, hambrunas, el reggaeton.
Pero en mi caso no es así. No me importa que será de Leonora y si me obsesiono con su capacidad comunicativa, es solo como una curiosidad científica.
Los cuervos pueblan muchos cielos urbanos y rurales. Hay todo tipo de variedades. A mí, en lo particular, la que más me gusta es la Corvux corax. Suena elegante. Igual es el cuervo común. No soy snob a la hora de elegir cuervos. La belleza de su plumaje negro me basta y me sobra.
Debería decir «azabache» en lugar de «negro». Suena mejor. Pero no es importante este juego de sinónimos. Lo importante es que los cuervos se me aparecen en sueños. No siempre tienen alguna trascendencia en él. A veces solo están ahí, en parvadas (porque los cuervos son muy gregarios) y ocupándose de sus asuntos. Igual están ahí. Y les da lo mismo si yo estoy volando, o estoy sin zapatos en la escuela o si alcanzo a la rubia esa que alguna vez me dijo que no.
No sé por qué me gustan tanto los cuervos. Tal vez sea cierta tendencia vendepatria que me hace un poco anglófilo. Culpa de Borges, supongo.
Londres me resulta tan fascinante que la primera vez que la visité, sentí que ya la conocía de toda la vida. Y como los libros siempre han ocupado gran parte de mi vida, casi que podríamos decir que es así.
Caminar de día por las veredas que transitó el doctor Jekyll o en las apagadas noches del señor Hyde me resultó tan natural como cruzar la 9 de Julio o como patear ciertas calles de Quilmes.
Andar por Londres significa, invariablemente, desembocar en algún parque. Y allí el graznido de los cuervos es parte del ambiente. Están en toda la ciudad, pero en las zonas abiertas de los grandes parques londinenses son los reyes.
Cord Riechelmann, en un bellamente editado libro de Adriana Hidalgo (2022), da cuenta de cuando en 2002, Betty, armada con un gancho, doblado por ella misma, se apoderaba de un pedazo de carne y resolvía así un intrincado problema planteado por etólogos en un laboratorio. Betty, un ejemplar de Corvus moneduloides, llamó la atención del mundo científico.
Puedo dar fe de lo tramposos y astutos que son los cuervos.
«Vivir significa observar» dijo alguna vez , el zoólogo austríaco Ludwing Kaltenburg (recomiendo una excelente novela de Marcel Beyer, editada por Edhasa, que nos adentra en este hombre y su pasión por los cuervos). En St. James's Park fue mi primer contacto con los córvidos. Los reales. Acostumbrados a los humanos, los pájaros se acercaban constantemente a los transeúntes del parque. Incluso a los bochincheros turistas.
Fascinado como estaba de tenerlos tan cerca, comencé a picar galletitas y dárselas a un simpático ejemplar. El pájaro daba saltitos y comía las migas. Captaba toda mi atención. Me sentí observado y miré por sobre mi hombro. Una veintena o más de cuervos, negros y lustrosos, me habían rodeado, silenciosamente, en una especie de semicírculo. Casi una escena de Hitchcock. Me gusta pensar que se trató de un hábil estratagema para virlarme todas las galletitas.
Siempre pensé que a Buenos Aires le faltaba el graznido de los cuervos sobrevolando sus cielos.
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