A modo de editorial
Año III - N°28
Una sombra se desliza entre los libros. Avanza sigilosa o desde lo alto de la biblioteca vigila y reina. Tan silenciosa y a la vez de presencia tan poderosa. La literatura ha derramado ríos de tinta para homenajear a esta suerte de deidad peluda que nos pide que le rasquemos la pancita. Sí, señores lectores. El gato es un mimado de la literatura.
Tan disímiles en estilos y géneros, poetas como Borges, Bukowski, Lorca o Plath han sucumbido al encanto del felino hogareño. Gatos de diversas razas, colores y pelajes pueblan las páginas de la literatura universal. Ya sea que se trate de reales que fueron entrañables compañeros, como los de Hemingway (y que aún hoy viven y se reproducen en su antigua finca de Key West) o imaginarios que hablan un idioma secreto para dominar el mundo, como los de Spencer Holst.
Lectores y libreros también suelen encontrar en los gatos a los compañeros ideales. Tal vez sea esa independencia tan mentada o que pasan tantas horas echados descansando (tal vez agotados por elucubraciones secretas). El que tiene gatos sabe que puede apoltronarse durante horas con un buen libro y que el gato se acostará encima a dormitar o desaparecerá por un rato hasta que se le ocurra recibir su cuota de homenaje diario.
La condescendencia que, en ocasiones, podemos sentir de parte de este animalito, y que tan bien inmortalizara Borges, es solo otro de sus pintorescos atractivos. Y a no olvidar el costado más pragmático: el papel atrae roedores y los gatos son excelentes cazadores. Libreros y bibliotecarios pueden dar fe de ello.
Sea como sea, este animal que se reserva su cuota de misterio es, para muchos, el compañero ideal de la soledad y silencio que requiere la literatura. Para escribirla o para leerla.
Gatos, desde su alto pedestal nos observan curiosos y nosotros, casi con reverencia, los admiramos antes de volver a enfrascarnos en un libro.
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