Por Alberto Bejarano
En medio de las protestas que sacuden Colombia, el escritor y académico, se propone una serie de reflexiones literarias y filosóficas sobre las estatuas y su relación con los espacios públicos.
En las últimas semanas se ha vivido en Colombia una multitudinaria revuelta social producto de los equívocos manejos políticos y económicos de un gobierno neoliberal que además ha desconocido los acuerdos de paz de 2017. En medio de un paro nacional nunca antes visto, se han producido diversas manifestaciones culturales y artísticas que expresan el inconformismo y la rebeldía de sectores amplios como los pueblos indígenas, afros, LGBTI+ y de núcleos juveniles. Una de ellas, altamente simbólica, está relacionada con la caída de estatuas de conquistadores españoles en varias ciudades colombianas, Popayán, Cali, Bogotá, Ibague, entre otras. La primera estatua cayó el 16 de septiembre de 2020 en Popayán. La etnia Piurek tumbó la estatua del conquistador Sebastián de Belalcázar. En mayo de este año cayeron la del mismo Belalcázar en Cali y la de Jiménez de Quesada en Bogotá.
En este artículo sugerimos una serie de reflexiones literarias y filosóficas sobre las estatuas y su relación con los espacios públicos. Lo hacemos al calor de los acontecimientos.
Las estatuas en Colombia se concentran ante todo en la representación republicana del poder en el siglo XIX y XX. ¿De qué poder hablamos? Apenas del cambio de manos de la corona española a los criollos más o menos ilustrados, y en buena parte esclavistas. Los vencedores escriben la historia, decía Walter Benjamín. Podríamos agregar que la erigen a través de representaciones simbólicas del poder, en manuales escolares, en monumentos, en himnos y, particularmente, en estatuas. No parece entonces casual que las comunidades hayan tomado como cible simbólico de batalla una serie de monumentos y estatuas durante el paro nacional. Hace 7 años, el artista colombiano José Alejandro Restrepo, uno de los artistas que más ha experimentado en estos temas (diría yo mucho más que Doris Salcedo), hizo una intervención en el monumento de Los Héroes y ello sirvió para recordar quién y bajo qué criterios lo construyó. Fue Laureano Gómez bajo una inspiración fascista, proveniente de la Italia de Mussolini. Aquí tenemos una de las aristas del problema. La mayoría de monumentos se conciben de espaldas a la opinión pública, no hay debates ni consultas ciudadanas sobre quién, cómo y de qué forma va a estar en el espacio público. Quizá más allá de demoler los símbolos, se requiere pensar en una serie de "suplementos" (en el sentido de Derrida y de Didi Huberman) que amplíen el espectro de lo que se ve y no se ve de la historia. Lo que se cuenta y lo que no.
Frente a la historia monumental de la que hablaba Nietzsche, podrían levantarse otras formas simbólicas de historia crítica, de micro, que movilice una serie más profunda y controversial de lo público. No es algo que pueda pensarse solo a través de instituto estatales. El arte y la academia tiene mucho que aportar. Ante todo, cuestionamientos. Los relatos de la conquista, colonia e independencia, para solo hablar de esos períodos históricos, generan muchas dudas sobre el carácter moderno de sus representaciones. Quién, cuándo, dónde y cómo y por qué decidió, por ejemplo, después del 9 de abril de 1948, que Jiménez de Quesada reposara en una nueva plaza frente al claustro de la universidad del Rosario en Bogotá. ¿Quién hizo lo mismo con la de Belalcázar en Cali?
Las estatuas empiezan, pues, a caer mucho antes de lo que imaginamos. Veamos el caso de las estatuas ligadas a la guerra de secesión en Estados Unidos. A raíz del asesinato de Floyd en junio del año pasado, la gente empezó a tumbar las estatuas de líderes del ejército confederado y de célebres esclavistas. Lo mismo ha ocurrido en Inglaterra. La pregunta no es por lo tanto por qué caen, sino cómo se mantuvieron en pie tantos años e incluso siglos. Es una especie de espasmo indefinido de la abolición progresiva de la esclavitud, producto de muchas luchas por los derechos civiles. Sin embargo, aunque cambien las legislaciones, los imaginarios permanecen y el espacio público da buena cuenta de ello. Times they are a changin decía Bob Dylan.
Sin duda, derribar un símbolo es en sí mismo una gran revolución simbólica, pero se requiere ir más allá para resignificar lo que hay detrás del racismo, verdadero problema genealógico de fondo. Asumir la diversidad cultural supone desclasificar los archivos de la memoria, muchos de ellos confiscados por las ideologías dominantes que repiten una y otra vez que hay personajes célebres que deben admirarse sin disensos. Detrás de estos personajes se esconden infamias múltiples. Se puede avanzar hacia historias críticas y locales de la infamia. San Pedro Claver al lado de Benkos Bioho como en la novela La ceiba de la memoria de roberto Burgos cantor. La esclava Ney en la novela La hoguera lame mi piel con cariño de perro de Adelaida Fernández Ochoa, al lado de María de Jorge Isaacs. Ambrosio pisco al lado de Jiménez de Quesada. Los museos de la memoria no pueden ser lugares fijos. El ejemplo de las memorias del Holocausto en Alemania son reveladores al respecto. Miles de placas, letreros, instalaciones e intervenciones simultáneas confrontan al alemán y al visitante con los gritos de terror de las víctimas y los silencios de los victimarios. La alta cultura suele ser cómplice más o menos pasiva de la infamia. Una vez más, volviendo a Benjamín, recordemos que los archivos de la cultura por lo general son archivos de la barbarie. Pensemos en Kassel no invita a la lógica de Vila matas y la Invención del pasado de Miguel Torres.
Si hacemos un breve repaso por las estatuas de Colombia, constataremos que la gran mayoría pertenecen a la infamia de la esclavitud. Hay incluso galerías enteras, panteones de próceres que encarnan el racismo en todas sus dimensiones. Tal vez una de las más impactantes sea la de Popayán. Mosqueras y Arboledas, esclavistas de marca mayor, son honrados públicamente frente a sus víctimas y sus descendientes, indios y negros. Dime qué estatuas muestras y te diré quién eres. Dime qué monumentos honras y te diré qué historia construyes. Dime de qué manera transformar el espacio público y te diré quién quieres ser. Al lado de estos debates, se deslizan otros relatos y resistencias, desde lo efímero: el graffiti, el stencil, el mural, el cartel, la pintada callejera. Casi todas expuestas a la bruma y el barro de los tiempos, pero como en tiempos de Los Comuneros, fiel expresión de la voces populares. Bien vale la pena desbautizarse con juegos rituales, hacerse antropófago de la cultura dominante y darle la vuelta a los nombres, a las calles, a los monumentos. El ejemplo de Courbet en la comuna de París, tal como lo describe Bolaño en 2666 puede darnos muchas luces al respecto.
En síntesis, la caída de las estatuas de los conquistadores es la punta de un iceberg de la memoria en el que entran en pugna los relatos oficiales de la historia y las voces disonantes de los pueblos explotados.
(Bogotá, Colombia) Alberto Bejarano nació en 1980. Es escritor e investigador en literatura y artes. Se doctoró en Filosofía en la Universidad París 8 con tesis sobre Roberto Bolaño. Investigador en Literatura Comparada en la Maestría de Literatura del Instituto Caro y Cuervo (Colombia). Ejerce la docencia universitaria en literatura y artes en Colombia. También lo ha hecho en Brasil. Ha publicado, entre otros: Ficción e historia en Roberto Bolaño (Instituto Caro y Cuervo, 2018), Antología y estudios críticos de la Revista espiral (1944-1954) (Sílaba, 2018), Archipiélagos e islas desiertas en clave francófona (Universidad Santiago de Cali, 2019). Acaba de publicar su libro de poesía Sonámbula la bailarina lleva los ojos abiertos curados de viche en la editorial Sílaba de Medellín.
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También conduce el programa radial sobre poesía y salsa: La bailarina sonámbula: ckweb.gov.co
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